Una cortinilla que tape una vidriera dedicada a la Virgen en un tanatorio, del modo más digno posible siempre, no deja de ser una solución medianamente tolerable de permitir que quien no tenga credo alguno se pueda morir sin el temor de conmoción fervorosa en torno a su féretro.
Una ordenanza municipal que impida una cruz en el nicho que acoja a un cristiano en un cementerio, si os digo la verdad, sí que me parece meterse en camisa de once varas. Como impedir un signo judío o musulmán en el enterramiento de quien correspondiera en cada caso.
Alguien me quiere explicar porqué hay que joder no sólo la vida de una persona confesionalmente comprometida sino también su muerte? La vocación de trascendencia que subyace en todo corazón religioso cobra su dimensión más evidente en el momento del fallecimiento. Cómo os atrevéis a llegar a esto?
Pero me parece bien que el laicismo (la laicidad es otra cosa) patine de ese modo y se diferencie cada vez más del principio noble, y mucho más democrático, por el que todas las convicciones, incluso el ateismo, aprendan a convivir sin recortarse unas a otras signo ni visibilidad alguna.
Dejad a los muertos en paz. Hacedle ese favor al mundo. Y que aquél que se marche en la esperanza de que le aguarda un cielo poblado por quien se tercie, en función de su credo, quede en el recuerdo de sus seres queridos junto a la cruz, la media luna o la estrella de David.
Un cementerio en el que se sumen todos los signos es, en el fondo, la mejor muestra, y es un planteamiento personal, de esa sociedad laica que, mientras sean formuladas ideas peregrinas como algunas de las que estoy escuchando estos días, será aún menos probable entre los vivos.
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