Escucho entregado a Amancio Prada mientras escribo lo que lees. Su voz es limpia, queda y suficiente para evocar el sentido de la belleza. Si encima añadimos las letras de los poemas de Rosalía de Castro o San Juan de la Cruz ya entramos en el ámbito de lo indescriptible.
La estética de su sonido radica pues en la verdad de su tono y en el de los asertos de lo que nos canta y nos cuenta. Eleva el alma y eso es bueno. Pero es la belleza el escaparate de tanta verdad como disfruto, de su mano, este día de inconfundibles ecos platónicos.
El fin de semana vino así. Y el rato dominical es hijo de la lección inaugural del curso del Seminario que viví ayer. ¿Su ponente? Manuel Palma, decano de la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla, a la que quedan adscritos ahora los institutos diocesanos asidonense.
Alguno de los presentes se perdieron durante su exposición y yo, que también lo hice, me enganché a ella lo suficiente como para prometerme que, en cuanto se publique como me dijeron que ocurriría, la leería y reelería. Necesito escudriñar aquello escuchado.
No en balde belleza necesito ante tanta aberración presente. Imperan ideas pero los imperios me desaniman por sistema. La fealdad emana de dentro y su resultado no depende de las formas sino de la verdad y la bondad que faltan. Los tiempos no son gratos. Ni gratis.
El caso es que como, quizá, ninguno lo fue acaso no nos quepa sino aferrarnos a trazos de belleza como los que me dicta Prada al oído o Galdós al que sigo leyendo. Quizá luego aparezca la pintura de El Bosco o el cine de... Qué sé yo, pero a mí la belleza, please.
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