Es IV Domingo de Cuaresma. En dos semanas, Domingo de Ramos. Tiempo de esperanzas e ilusiones, sensaciones y escalofríos, realidades y leyendas. Leyendas... Sí, esos celofanes que envuelven los hechos de modo que, al trasluz, hacen bello lo doloroso.
Permitidme el relato de los acontecimientos que envolvieron a un costalero entusiasmado con el papel que le correspondía una vez llegado el momento. De cómo igualó con expectación y metió hombros con gallardía. De cómo vivió aquello para lo que creyó nacer.
Se entregó con tanto denuedo que, seguramente, no midiera las fuerzas que regalaba con derroche. El de arriba, Aquél al que portaba sobre la canastilla con tanta fe, le ayudaría cuando flaqueara, cuando tocara que el peso se le viniera con mayor acritud.
Las chicotás fueron llevándole paulatinamente desde la ilusión hasta el resoplo, desde el cansancio hasta la inquietud, desde el apretón de dientes al marasmo. Es cierto que habían pasado ya muchas horas. Pero no concebía perder disfrute durante ese camino de gloria.
Llegó, sin embargo, el triste momento que venía temiendo desde que se inició el regreso al templo. Lo evitó con rabia. Quiso borrar la tentación de su mente. Pero los acontecimientos se aliaron en su contra. Y el cuerpo cedió irremisiblemente.
Pidió salir del paso. Pero nadie lo entendió. Clamó su debilidad. Pero nadie lo escucho. Exclamó con urgencias su estado. Pero nada hacía ver que los compañeros de cuadrilla fueran jamás a comprender su hundimiento. Y, cuando hubo de salir, cundieron los reojos.
Se agarró a la zambrana y, sin soltarse, quedó en el lateral del paso. Seguía aferrado a ella desde fuera. Y no se soltó en todo el camino. No quería estorbar, por eso pidió el relevo. Y tampoco lo quiso cuando las levantás o las arriás pedían que se soltara estando fuera.
Allí, sin que nadie supiera de su presencia, continuó ayudando una vez también los compañeros se vieron envueltos en la debilidad. Eran tiempos de losa a losa y no cabían más esperanzas que las que el Señor infundiera entre su gente de abajo.
Cuando más hizo falta, más carne puso en el asador desde fuera, agarrando para que no se desplomara el paso. Jamás desde dentro hubiera podido ser más útil que lo estaba siendo así. Mientras, en el interior, los compañeros encendían de ira sus reproches.
Jamás habló de esa ayuda ni contestó a los reproches. Nunca urdió lavados de imagen ni tuvo otra cosa en su corazón sino el amor a los de dentro y la gratitud a Cristo que, en su Pasión, Muerte y Resurrección, tanto le sigue dando. Jamás soltó la zambrana. Hoy es feliz.
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