La convicción que se gana cuando al fin en tu asiento sabes que estás donde debes llegaba tras superar pruebas y una cierta mortificación. Como la vida misma. Como my way. Semper itinere. Entonces, ahora y siempre. Y haber encontrado mi destino, mi medio de locomoción, mi vagón, mi sitio... mi vocación, es de una alegría incomparable tras el infierno.
A los sacramentos y la dirección espiritual ganadas en su momento, la comunidad de referencia se sumó tras picoteo aquí y allí. Un plan de vida, unas normas de piedad, una formación, unos retiros... Y una carta. Mi tren, sin reservas. Con el Señor llamando y mi fiat confiado. Y ahora no faltan los que me miran raro. Sea lo que sea, presto al apostolado.
Traquetea mi tren porque nada bueno se dijo nunca del provecho, en términos de crecimiento, atribuible a la comodidad. Pero traquetea tan acompasadamente como aquel Ferrobús setentero que terminaba llegando al destino sí o sí. Bendito sea Dios que llama a la santidad a aquél que coqueteó con el demonio, aquél que crece en humildad y vocación.
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