Lancelot, Ginebra, la espada Excalibur, la mesa redonda, los caballeros, su bonhomia y virtudes en defensa de los oprimidos en aquella Edad Media gris pero configuradora de aquello que luego fuéramos tomó cuerpo en la pequeña pantalla de modo deliciosamente tratado.
Si las virtudes que queramos en el escaparate de las actitudes deseables necesitan que el supuesto atribuido sea legendario (se llame Arturo, Cid o quien quiera que nos pille cerca) no importa siempre que el mensaje trascienda en quien quiera hacer las cosas bien.
Llama la atención a cuántos políticos de la historia reciente se les atribuye beber en la fuente 'artúrica'. Poco después he zapeado con tan mala fortuna que me he topado con actuales referencias preelectorales madrileñas que no sé si están a tiempo de 'arturismos'.
Mandobles desde luego no faltan. Pero no veo a Excalibur por ningún sitio. Más bien toscas armas en un arsenal lleno de ambiciones, intereses personales, falta de escrúpulos y contradicciones. Menos mal que las hemerotecas terminan poniéndolos en su sitio.
Digo yo, y no es más que palabra de Gaby, claro, que si no fuera posible que al servicio público estén los mejores quizá no debiera ser difícil que estuvieran los menos malos. Generalizar es malo, y no lleva muy lejos, pero no veo luz en ninguno de los túneles trazados.
Es entonces cuando cobran sentido las leyendas que, al menos, nos evaden de todo lo que hemos de sufrir los mortales electores. Y, como quiera que la política actual no parece ser cuna de figuras legendarias, soñemos con las últimas que recuerdo: las de la Transición.
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