Huyendo de tinieblas vengo siendo eterno converso. Por ello, esta noche de piedra corrida y sudario por el suelo, quiero hacer de mi palabra el lucernario que achique sombras que aún quedaran.
Y, al precio de la prosa reflexiva, naveguen las verdades del naufragio. No haya rastro alguno que señale las marcas del salitre y la marea, elegías certeras del cruento combate de la edad.
Las llamas crepiten la derrota, en el cubo de cinc de tal reducto, de las tablas que incandescen la memoria de los clavos y martillos que violaron la limpia nobleza del madero que esta noche arde.
Albricias de una gloria que adolece de pasiones que dobleguen sin demora creyéndose caminos que a otro tocan y que osan calibrar sin calzarse botas de la talla de aquél a quien invocan.
Pero el que resucita tapa bocas sin altanería farisea. El que alza su planta del sepulcro silencia la patraña y la falacia. Quien abandona la muerte goza y da gozo al inerte del alma que clama vida eterna.
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