Tuvo Portugal un rey al que la riqueza de sus colonias, tan mal repartidas que a Juan V le pesaba el bolsillo tanto como su creciente megalomanía pese al hambre ajena, le condujeron a dotarse de su propio Versalles en Mafra. Y se novela aquí con una extraordinaria mezcla de realismo y gracia, de mundanidad y prosapia regia.
Pero Saramago subraya más, como parte sustancial de la parodia de semejante grandilocuencia, la intención de hacer convento para 300 frailes en aquel conjunto arquitectónico que la de crearse el palacio pretendido. Y la historia funciona porque uno reencuentra al país que conoció y también la historia que una vez aprendió.
Érase también la gente que lo construyó ilustrando tales situaciones que, descritas como sabe el autor, a cada párrafo corresponderá un mínimo de una sonrisa, cuando no una carcajada. Así, érase una vez el soldado manco Sietesoles y su mujer Blimunda, cuyos poderes ocultos desocultan las entrañas de todo el que pasa ante ella.
Y érase el cura que quería volar y murió loco. Y la famosa passarola confundida con el mismísimo Espíritu Santo mientras protagonizaba su única estampa en el firmamento. Y un músico con su clavicordio. Y aquellas calles de la Lisboa receptora, por el estuario del Tajo, de las gracias coloniales. Y lo mismo beatas que buscavidas.
Todo esto, leído además en pareja, reporta viva voz la excelencia de un gozo incomparable que jamás entenderán quienes, por no atreverse a entregarse a la lectura, seguirán buscando quizá sin éxito en otras actividades sin tal fuste ni la capacidad de evasión de páginas como éstas. Feliz Día del Libro. Atrévete, no te arrepentirás.
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